Buenos días, ¡hola!, buenas noches.
Al principio parece que cualquiera
sabe que decir, pero eso no es verdad. Esas son algunas de las palabras
inteligentes que se nos llegan a ocurrir a la mayoría de los seres humanos para
comenzar una charla con alguien a quien no hemos visto en un largo tiempo.
Personas con las que tuvimos una
relación más allá de una amistad o sólo eso.
Vaya mal chiste la forma en que
terminan la mayoría de estás conversaciones. Ambos dicen adiós, pero luego ninguno
se marcha.
Sin embargo, a mí me pasa diferente,
pero en cuanto a diferente no me refiero a cualquiera, sino a que sólo me pasa
con ella.
Con ella nunca he podido comenzar una
charla de ese modo. Aunque nos encontremos en el mismo lugar de siempre. Aunque
siempre es mucho tiempo, y mucho tiempo es lo que he durado sin verla. No me
nace decirle ¡buenos días!
U ¡hola!
O ¡buenas noches!
No, no es así. Conmigo todo ha sido de
una manera diferente.
La miro a lo lejos, pues es hermoso
mirarla de lejos, sentada debajo del árbol de su casa con los ojos clavados en
algún punto del cielo y con las piernas cruzadas, igual que todas las otras
veces que la he visto. Me hace pensar que, seguro, sus ojos anhelan el momento
en que puedan mezclarse en aquel amplió mar de azules y corderos. Parece una
muñequita olvidada en el patio de un kínder, y le hace creer a cualquiera que
debe recogerla. No para poseerla, sino para protegerla.
De todas sus virtudes me quedo con esa
gracia con la que se rasca la nariz cuando el cabello roza en ella a causa del
viento. Cuando la veo hacerlo, dentro de mí crece el deseo de que fuese la
punta de mi nariz la que causase aquel cosquilleo que le provoca comezón.
Apuesto a que si la vieras tú te
pasaría igual.
-Ha pasado tanto tiempo y sigues
siendo aquella niña –le digo con calidez.
-No es tanto. Tú tampoco cambias… ni
siquiera has madurado todavía –responde ella en tono burlón. Luego suelta una
risita que, de ser escuchada, moldearía las rocas y las haría blandas.
Nuestra plática da comienzo al
finalizar el eco de su risa. Tesoro que guardo en el rincón más secreto de mi
corazón y que escucho de vez cuando haciendo travesuras entre los acordes de
una guitarra.
Los recuerdos fluyen y nosotros nos
bañamos en ellos. Cada textura, olor y color pasa delante de nosotros como un
cortometraje. Reímos, nos avergonzamos e inclusive, de vez en cuando, lloramos.
Cuando termina nos hacemos preguntas que no respondemos para no hacer silencio.
Nos miramos un momento, con los ojos
fijos y cristalizados.
Y ella me abraza.
Y yo a ella.
- Cuando te vayas no sé si sabré qué
hacer o a dónde ir –me dice ella con lágrimas en los ojos.
- No lo creo. Tú eres más fuerte que
yo. Siempre lo has sido –respondo apretándola entre mis brazos.
- ¡Claro que no! ¿Qué te hace pensar
eso?
Guardo silencio.
- Contéstame, por favor –me pide entre
sollozos. Mientras, yo continúo en silencio intentando aferrarme más a ella.
Su cuerpo comienza a desvanecerse
entre mis brazos, su piel se transforma en luz, sus ojos, seguro, en estrellas.
Y cuando finalmente me suelta ya se ha
convertido en recuerdo.
Y yo me quedo congelado bajo el árbol,
y es cuando finalmente me atrevo a decir en voz entrecortada y en tono muy
bajito:
- Porque han pasado diez años y…
mírame… yo sigo aquí sin saber que hacer o a donde ir. Y tú… cumpliste tu
anhelo y te has vuelto una estrella… y las estrellas viven en el cielo.
Adiós.